Guayaquil como muchas ciudades encarna promesas. Unas cumplidas, otras por realizar. Las cumplidas, sin duda, han dependido del carácter emprendedor y tesonero del guayaquileño y me refiero al que nació aquí, como al foráneo que decidió venir y al que por el albur del destino llegó y se quedó, sin dejar de amar sus orígenes. Seguramente muchos de los foráneos fueron cautivados por el espíritu citadino alegre, de libertad y lucha; de invitación integradora con espontánea amistad. Todo ello flota en la atmósfera guayaquileña.
Guayaquil ha sido y es creatividad, vocación cosmopolita, compromiso de trabajo fecundo, altruismo y solidaridad, conjugados en un ambiente de paz, logrado en la integración de los inmigrantes de otras provincias. El malecón sur y las calles Pichincha, Pedro Carbo, Eloy Alfaro y sus intersecciones 10 de Agosto, Sucre y Colón son mudos testigos de la labor empresarial de esos inmigrantes. Me refiero al orense, esmeraldeño, fluminense, riobambeño, manabita y ambateño, entre los más numerosos. Al observar el conglomerado diverso, también pienso en las colonias libanesa, china, catalana, italiana y, por cierto, en la colombiana de las últimas décadas. Todos asumieron el pacto no escrito con el progreso individual y de la ciudad, para visibilizarla ante los ojos del mundo.
Tal vez esa fue la visión de Bolívar en su carta del 21 de junio de 1822 a Santander (35 días antes del encuentro con San Martín), cuando lo alertó de la importancia de Guayaquil, como razón para anexarla a Colombia y no renunciar a ella. Ya entonces Guayaquil era promesa de defensa vehemente del derecho de las personas a expresarse; y por ende, a dar la bienvenida a las ideas y su debate.