Guayaquil como muchas ciudades encarna promesas. Unas cumplidas, otras por realizar. Las cumplidas, sin duda, han dependido del carácter emprendedor y tesonero del guayaquileño y me refiero al que nació aquí, como al foráneo que decidió venir y al que por el albur del destino llegó y se quedó, sin dejar de amar sus orígenes. Seguramente muchos de los foráneos fueron cautivados por el espíritu citadino alegre, de libertad y lucha; de invitación integradora con espontánea amistad. Todo ello flota en la atmósfera guayaquileña.
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Tal vez esa fue la visión de Bolívar en su carta del 21 de junio de 1822 a Santander (35 días antes del encuentro con San Martín), cuando lo alertó de la importancia de Guayaquil, como razón para anexarla a Colombia y no renunciar a ella. Ya entonces Guayaquil era promesa de defensa vehemente del derecho de las personas a expresarse; y por ende, a dar la bienvenida a las ideas y su debate.