viernes, 19 de diciembre de 2014

¿Mínima prisión, máxima desgracia?

Jorge G. Alvear Macías

@jorgalve


Así titula su obra jurídica Miguel Hernández Terán, abogado guayaquileño. Se trata de una crítica a la aplicación en Ecuador del Principio de Mínima Intervención Penal. Aquel principio dicta que el derecho penal no debe proteger todos los bienes jurídicos, sino solo los más preciados.
Hernández acusa que la defectuosa aplicación del principio incide en la indefensión de la víctima de la delincuencia común. Él explica que la pena –sanción que se fija al delincuente y que debe ser proporcional a la acción infractora– es una necesidad social. Aquella debe imponerse, pues es derecho ciudadano obtener la tutela judicial efectiva del Estado.

El autor opina que la sanción no ofende la dignidad del condenado, lo que sí ocurre con “las miserables condiciones en las cuales, como regla, se desenvuelve la vida carcelaria, a la vista y paciencia de la sociedad (…) y (…) de las autoridades estatales competentes”. Lo indicado, obviamente no aplica a los centros de rehabilitación social mejorados en los recientes años. Un buen uso de la otrora bonanza petrolera, no dado en otras áreas.
La obra presenta una importante arista de la errónea aplicación del Principio de Mínima Intervención en la sanción de la delincuencia común. El autor advierte que por ello tarde o temprano transitaremos de espectadores de la inseguridad a víctimas del delito. Para Hernández “el problema del delito no se enfrenta con ruedas de prensa semanales llenas de autoalabanzas”. Insiste en que se requieren acciones firmes, inteligentes, estratégicas, coordinadas, sostenidas, priorizando los derechos de las víctimas sin descuidar los del delincuente, pero “pareciera que para cierta legislación la firme prioridad son los derechos humanos del delincuente”. Así, la aplicación del Principio de Mínima Prisión del delincuente puede ser la máxima desgracia para el ciudadano común, cuando se produce reincidencia.
El doctor Miguel Hernández alerta que en Ecuador, el Principio de Mínima Intervención Penal ni siquiera es como debería ser: un postulado rector –general– de la legislación penal. Indudablemente la Constitución da pábulo a ello y en opinión de este columnista, el autor pone el dedo en la llaga, al evidenciar que en Montecristi no se entendió el alcance y finalidad de tan medular principio, pues lo restringieron al ejercicio de la acción pública de la Fiscalía. Entiendo su preocupación, dado que el principio implica no penalizar innecesariamente conductas antisociales, sino exclusivamente aquellas que constituyan un verdadero riesgo para los intereses de la comunidad. Y esto es ámbito de la labor legislativa, no del Fiscal. Por ese defectuoso diseño constitucional es que tenemos un Código Orgánico Integral Penal (COIP) que criminaliza más conductas de lo necesario, incluso en desmedro de los derechos a opinar, y protestar, a la práctica médica, entre otros.
La temática adquiere actualidad frente a los defectos del COIP y la necesidad de revisión en la legislatura. Las conclusiones sobre Política Criminal y aplicación del Principio de Mínima Intervención Penal, sólidamente sustentadas, pueden contribuir a esa tarea. Hernández recuerda que en política criminal no cabe prescindir de las consideraciones positivas sobre la víctima; y, que el legislador no debería hacer demagogia política en su diseño.
Recomiendo el libro, a la vez hago propicia esta oportunidad para desear al lector y a su familia una Feliz Navidad.
*Publicado originalmente en el diario El Universo el día viernes 19 de diciembre del 2014.

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